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RELIGIÓN Y ESCUELA, UNIVERSIDAD Y TEOLOGÍA La globalización es un fenómeno evidente. Nada y nadie escapa, para bien o para mal, de su marea incontenible. La patrocinan los medios de comunicación y la difunden desde sus ventanas de mercado y con recursos múltiples. La globalización no es un tópico ni una visión de iluminados; sino una realidad que interactúa sin remedio y que afecta al paisaje y paisanaje de manera universal. Sus efectos se reflejan en el modo de ser, de comportarse y convivir las sociedades, que son cada día más poliétnicas, multiculturales y plurirreligiosas. Repercute en las artes y las ciencias, en las costumbres y las modas, en el folclore, en el bienestar y en el sistema educativo. Sin embargo, hay una tendencia provinciana occidental a mirar el mundo, tan complejo como grande, desde ópticas parciales. Proviene de una visión que, por lo general, transmite la cultura única: la dominante en la sociedad establecida. Lo propicia una escuela con pereza pacata, que, a plazo más o menos corto, puede resultar obsoleta y de escaso valor cohesivo. De hecho las bases culturales dejan de ser exclusividad de la escuela y la familia. Hoy las nuevas generaciones cuentan con otras instancias donde se informan y en las que, casi con acoso, reciben un cúmulo de ofertas más incitantes que las domésticas y escolares. Además, en la iniciación de su cultura, no están ya tan circunscritos a la escuela como antaño; y es un hecho manifiesto que muestran apatía y un desinterés creciente por los contenidos que en ella se imparten. No obstante, se mantiene que los niños necesitan, de manera irrenunciable, unos maestros que les den claves para orientarse en la amalgama que bombardea a diario sus conciencias. Permitiendo que accedan a toda multiplicidad de opciones, con frecuencia encontradas, se reclama un seguimiento tutorial, una acción educadora como algo imprescindible. No tanto una tarea informadora, cuanto una orientación. Y si eso se da en la educación en general, no resulta menos problemático y necesario con respecto al hecho religioso. EL HECHO RELIGIOSO EN LA SOCIEDAD CIVIL En la circunstancialidad social no existe una cultura única, y conviven libremente multiplicidad de religiones, confesiones y sectas. Si en otros tiempos de la historia fue la religión un factor de identidad y de cohesión social, hoy se percibe de un modo distinto. Se vive en un entorno multicultural y multirreligioso y bajo el acecho constante del relativismo sincretista. Los detractores del hecho religioso enfatizan las guerras religiosas que ensangrentaron la convivencia de los pueblos; denuncian fundamentalismos que, unas veces en verdad y otras por impostura, los hacen derivar de concepciones religiosas; y hasta el terrorismo, odio y guerras aparecen, en sus disquisiciones, como engendros de la religión, si no impulsados por ella. Eso contribuye a concebir el hecho religioso como amenaza potencial de convivencia, a negar su bonomía y legitimidad en el sistema político; y a recluir lo sagrado, en el mejor de los casos, al ámbito privado y desprovisto de interés social. No obstante, contemplando con espíritu sereno el mapa del siglo XXI, se constata que el hecho religioso despierta una atracción indiscutible. En las sociedades actuales, más que la increencia o indiferencia, domina la credulidad. Una credulidad que genera dioses e ídolos, que motiva ritos seculares, esotéricos y paganos, que propicia cultos a la astrología, a las visiones, a los horóscopos, y adhesión a los juegos malabares. Si a finales del siglo XIX prolifera un extraño interés por la magia y lo que se llama antroposofía y teosofía, otro tanto sucede en la segunda mitad del siglo XX. A la par que descienden los niveles de la práctica y la adhesión a las iglesias, aumenta el uso y el abuso de la astrología, se difunden creencias ufológicas, lecturas fantásticas de la historia, curiosidades por lo paranormal y un elenco de manifestaciones que traslucen elementos pseudo-religiosos. Conforme desaparecen los controles sociales que ejercen las religiones, afloran distintas cosmovisiones, y la religiosidad sigue expresándose bajo formas civiles, siendo la misma secularización una manifestación del largo ciclo religioso. Lo que viene llamándose secularización, término polisémico donde los haya, es un fenómeno con implicaciones sociales, filosóficas y teológicas tan variopintas, que conviene enunciar con precaución. Siendo un proceso que avanza de manera inexorable, no es sinónimo de arreligiosidad. Ni es degeneración religiosa ni arrumba la religiosidad ni lucha para que la religión desaparezca. Más bien describe, allí donde la cultura laica coexiste con la religiosa, una trayectoria de transformación en las actitudes y convicciones religiosas; pero en interacción con las culturas seculares y sin que detenten monopolio alguno. Una sociedad secularizada puede ser profundamente religiosa. El propio Concilio Vaticano II considera la secularización como un efecto positivo de la misma Iglesia. EXPERIENCIA RELIGIOSA, RELIGIOSIDAD Y RELIGIÓN Rara vez las cosas son lo que parecen. Así acontece con las artes y las ciencias. También en la enseñanza, en la cultura y la política. Quizá la música sea una excepción. Pero igual que pocos fenómenos pueden abordarse sin sospechas ni espejismos, conviene, como en tiempos de visibilidad escasa, activar los faros antiniebla e intentar mirar más lejos. Es el caso de la religión y de la teología en los ámbitos docentes. Pues aun escribiendo y dialogando mucho sobre ellas, acaso el exceso de proximidad dificulte contemplarlas desde las perspectivas oportunas y acertadas. Es por lo que conciernen algunas alusiones relativas a términos tan usados como religión, religiosidad y experiencia religiosa que, aun siendo de la misma familia semántica, denotan diferente intensión pragmática. En verdad hay pocas cuestiones más difíciles de abordar que la experiencia religiosa. Y, por nostalgia o desafección, una de las más sensibles. Pero se trata de una realidad que emplaza de verdad, digna de ser considerada sin prevenciones y con un mínimo rigor; pues suele despacharse desde tópicos que confunden más que clarifican, que inducen a malversaciones y hasta a denostarla. Algunos reducen la experiencia religiosa a puro sentimiento, síntoma de los débiles, refugio de indigentes, un residuo caducado o como algo ultramundano y para ingenuos. Olvidan que su impulso alienta el patrimonio de los pueblos; silencian su función integradora; tergiversan la armonía con que inspira el progreso verdaderamente humano, y la declaran reaccionaria, producto patológico y sólo de interés para anticuarios. Otros, frente a los discípulos de los llamados maestros de la sospecha (Marx, Freud y Nietzsche), son más respetuosos. Admiten que la experiencia religiosa tiene que ver con lo inefable, con el ámbito misterioso y con lo específicamente humano. Estos reconocen que puede ser educadora, humanizadora y liberadora; aunque cuando se corrompe –como todo lo óptimo- ocasiona destrucciones. También hay muchos creyentes que valoran la experiencia religiosa como una inquietud ante la mediocridad; como capacidad de buscar y crear encuentros y convivencias solidarias; como germen e impulso de reconciliación que religa con Dios o con un ser supremo, y que lleva a aceptar las creencias de fe y a observar determinados comportamientos morales. Hay, no obstante, una inmensa mayoría que identifica moral con religión, fe con teología, y experiencia religiosa con prácticas de carácter variopinto: entre ellos predominan los que oyen y miran sin actitudes críticas y sin gran implicación. No faltan, entre los creyentes, quienes desconstruyen y recomponen su experiencia religiosa sin preocuparse demasiado de ortodoxias, incoherencias o desvirtuaciones puntuales respecto a los modelos referenciales. Manejan la experiencia religiosa como producto de bricolaje, como fichas de un puzzle que encajan sin que la síntesis o el prototipo les importe demasiado. Y, finalmente, abundan los que intentan experiencias religiosas personales a la carta, y las viven a modo de fervores de geometría variable: seleccionan y formulan sus artículos de fe, autorregulan los ritmos celebrativos, establecen la intensidad vinculativa de los criterios morales y, con un indeclinable celo soberano, fabrican su propio magisterio. Pero no suelen romper con el referente institucional, al que siguen pidiendo que hable, oriente y ejerza su ministerio docente, aunque se reserven la exclusiva de repensar, reelaborar y tomar sus personales decisiones. Otro grado nada desdeñable de polémica proviene de considerar la religiosidad como una cuestión neutra; cuando es matriz genesíaca de la que emerge el fenómeno religioso, oxígeno que lo envuelve, nutre y purifica. La religiosidad es el núcleo y manantial de donde brotan las distintas religiones. Como el agua marina ciñe a las islas, así la religiosidad abraza a las diversas religiones y las capilariza con sus virtualidades. La religiosidad refrigera, aproxima y convoca a las religiones en diálogo fecundo. La religiosidad aparece como salmo y música sin letra. Carece de pautas o conciencia formulada. Pero impulsa, es hálito originario, que luego cobra color, se hace plegaria y hasta melodía en los pentagramas cifrados por las diversas religiones de la historia. Careciendo en sus orígenes de rostro y de expresión precisa, adquiere forma y concreción en ellas. En todas reverbera y florece de manera peculiar. No todas valen lo mismo, ya que la transfunden de manera desigual; pero la religiosidad anida en cada una de ellas, y mueve a que atisben el sentido de la vida. Y es por lo que, como en familia, todas las religiones proporcionan vislumbres de los cielos. El concilio Vaticano II, distanciándose del integrismo exclusivista e intransigente de otros tiempos, apreció fragmentos de verdad en otras religiones y mostró una sensible magnanimidad para con ellas. Supuso recuperar el dinamismo integrador que impulsó el cristianismo en su amor primero y anclado en la mentalidad premoderna. Sin claudicar ante los desafíos relativistas e indiferentistas religiosos, y en sintonía con la visión axiológica que peculiariza al cristianismo, tanto en sus raíces como en sus proyecciones, el Concilio propició una depuración de la religión cristiana, una encarnación en la realidad secular y un peregrinaje al ritmo de las coyunturas por las que transita la humanidad de nuestros días. VIGENCIA DEL HECHO RELIGIOSO Las sociedades modernas más desarrolladas no desprecian la religiosidad. Todo lo contrario. Más bien mantienen el hecho religioso. Estudios hay que testifican que en Holanda, Estados Unidos o Japón el agnosticismo tiene una incidencia bastante irrelevante. Investigaciones recientes de carácter psicosocial aconsejan retomar la religión como factor de salud mental y de ecología social. No por nostalgia de cualquier conservadurismo, sino por la realidad que impone el sucederse de las cosas. No por reacción superadora frente a manías progresistas decimonónicas, sino porque la humanidad busca irrequieta el sentido de la vida y es inteligente. No porque se ignore que en sociedades occidentales, sobre todo desde la segunda mitad del siglo XX, hay una pérdida de vigor de las creencias y una merma de prácticas religiosas, al tiempo que un desgaste de la presencia e influjo social de las iglesias. Pero aun con esos reconocimientos, y si prescindimos de cierta coyunturalidad europea, el laicismo representa una significación bastante relativa en las sociedades avanzadas. Hay muchos indicios de que vuelve a surgir, sin fideísmos sentimentalistas pero como factor insoslayable, la dimensión religiosa para iluminar los ambientes nihilistas, para dinamizar o regenerar el conformismo cultural y reconvertir los discursos de la mediocridad y del derrotismo posmodernos. Y es incontestable que las religiones tradicionales mantienen su influencia milenaria, que las nuevas siguen aumentando sus adeptos como en las últimas décadas del siglo pasado, y más del 80 % de las personas declaran profesar algún credo. Neutralizar la religiosidad empobrece sin remedio, e ignorar las religiones impide saborear la intrahistoria de los pueblos. Las religiones constituyen el patrimonio quizá más entrañable; y quienes lo olvidan padecen desmemoria cultural, dejan en la niebla a sus antepasados y las cuestiones más universales se vuelven enigmáticas. Es como echar cal en las raíces de los árboles renegando de los frutos. Toda sociedad que cercena la experiencia religiosa, languidece por ingenua o pretenciosa, se ciega de autosuficiencia y delata síntomas de pereza, si no de cinismo, y engendra desesperanzas de manera irremediable. A la contra, la sociedad que con razonable inquietud intenta progresar, evita los espasmos y rupturas, se abraza a su pasado y forja y proyecta el futuro en sintonía y al amparo de la religión; porque en ella encuentra la trama y la sabiduría de sus eternas esperanzas e ilusiones. Cierto que ni los individuos ni las sociedades soportan una saturación de religión. Pero igualmente son inadmisibles las patologías que difunden los media, atribuyendo a la religión efectos perniciosos en la historia y para la sociedad. En toda época, y hoy no menos que ayer, las oscilaciones religiosas son una constante. Viene de muy lejos la dialéctica entre los que difunden que la religión es una antigualla superada y los que recurren a los mitos, a los dioses y al hecho religioso para regenerar la humanidad. Un fenómeno que se produce no por agotamiento ni por congestión, sino por insatisfacción y ansias de clarificación verificadora. EN FAVOR DE UNA RELIGIÓN Y ESCUELA ABIERTAS A estas alturas de 2003 ya no somos del siglo de la modernidad. Atrás quedan la primera Ilustración y las meras utopías. Apenas sabemos algo del siglo XX, y nada del XXI; pues lo comenzamos sin saber sus contenidos o exigencias y lo estamos estrenando en el entretanto de los tiempos y con no pocas sospechas. Pero en el confín de los horizontes y en el entredós nos toca vivir su hora y tiempo con sosiego y con amor. Nos toca discernir lo heredado sin nostalgias fáciles; mas con agradecimiento y respeto. Hasta con ternura. Los regalos de la historia corresponde celebrarlos con mente lúcida y corazón sensible. No con gesto frívolo ni quiebro demagógico; que esas actitudes alejan del altar de lo sagrado y están hoy en revisión. Y es que, en verdad, lo sagrado y lo divino nunca sufren crisis. Si acaso es la religión de iglesia la que padece crónicos vaivenes. Nunca vuelve Dios ni la religión amengua. Ninguna religión deja de gritar que Dios es siendo, por más que transfigure su rostro y permute sus intensidades. No vuelve el que siempre está presente. Las que cambian son las concepciones sobre Dios. Son las instituciones que dicen representarlo, administrarlo e interpretarlo con fidelidad y credibilidad las que pasan por purificaciones benéficas. Eso aproxima a comprender, tanto la hegemonía que tuvo el cristianismo en Occidente, como el presupuesto de que todas las personas estaban interesadas por la enseñanza religiosa cristiana. Familias, parroquias, escuelas y diversas instituciones sociales coadyuvaban de manera orgánica y funcional. Había un consentimiento generalizado en favor de la fe cristiana. Se impartía y recibía religión y catequesis de manera alternativa sin mayor contestación ni diferencias. Nadie lo cuestionaba. Nadie denunciaba o hablaba de proselitismos. Los horarios escolares, la financiación y obligatoriedad de la enseñaza religiosa eran asumidos pacíficamente en el sistema general. A los ateos, agnósticos e indiferentes se les ignoraba, y los de otras iglesias, religiones o tendencias eran, en el mejor de los casos, silenciados. Actualmente, ya no son así las cosas. La supremacía cristiana deviene en vasto pluralismo. Asunto de más calado que el color de la piel y los rasgos fisiológicos. Un problema no resuelto con la declaración de igualdad personal, dignidad moral o mera tolerancia. Cuestiona cómo acoger al otro y cómo integrar al diferente con afecto, y apreciar sus cualitativas diferencias. Soslayar tal hecho y sus efectos podrá ser por ignorancia o autosuficiencia soterrada, pero permite al más fuerte o vocinglero aprovecharse del vacío de identidad y de la anomia social para imponer sus escalas de valores. Replegarse y bloquear intercambios y diálogos, bien por rechazo o con paternalismo bonachón, genera a plazo más o menos corto enfrentamientos sociales. Sugerimos un tercer camino. Comienza por asumir la compleja realidad cultural y religiosa del entorno con respeto; pretende informar y orientar sobre la multiplicidad de las opciones religiosas que existen en el mundo; sugiere encuentros cognitivos y afectivos entre las diferentes religiones presentes en la sociedad; consiste en mantener, cultivar y valorar los rasgos distintivos y esenciales de la propia religión, pero apreciando los elementos comunes de las otras como mecanismos de diálogo, de convivencia, de participación e integración en el proyecto común de la sociedad. En el campo educativo la multiculturalidad aumenta de manera insoslayable. Una escuela abierta es dialogante, respeta y acoge el pluralismo. Lo cual no implica relativismo moral y cultural, ni postula un sincretismo ni aun el simple escepticismo que valora todo por igual. Respetar las diferencias, reconocer los valores comunes, cooperar en compromisos solidarios y dialogar con las cosmovisiones propias de una sociedad democrática y plural, más bien reclama que se ofrezcan claves y orientaciones a las nuevas generaciones para discernir la complejidad sociocultural en la que viven y se debaten. Eso pide establecer la primacía de la persona sobre las cosas, la superioridad del espíritu sobre la materia, que prevalezca la ética sobre la técnica. Sin desestimar la información, conviene adiestrar en su búsqueda y localización; pero con directrices y criterios de discernimiento, con principios y juicios de valor que ayuden a orientarse la persona en su crecimiento e integración cognoscitiva. El saber va más allá del acopio informativo. Facilitar y promover la educación del hombre entero exige iluminar mente y corazón, inteligencia y voluntad. Cifrar el horizonte educativo en la mera información y en conseguir habilidades, resulta alicorto e insatisface. Desde la tierna infancia aparece formulada en la persona humana, de una u otra forma, la pregunta radical sobre el sentido de la vida. Familia, sociedad e instituciones deben ofrecer y transmitir el núcleo de respuestas oportunas para conquistar convicciones, principios y valores que generen personas humanas, libres, dignas, solidarias. Las cuestiones fundamentales de la existencia (qué y quién soy; cómo obrar en sociedad y con la naturaleza; vida, dolor y muerte, qué sentido tienen dentro del propio destino) no pueden obviarse ni abordarse de manera neutra ni dejarlas al albur de cada cual. Ignorar los tanteos realizados al respecto por las inteligencias más preclaras de la historia es un empobrecimiento lamentable; y, desconsiderarlos, petulancia e insensatez. Conviene, pues, ilustrarse con aportaciones que sobre la persona, el mundo y Dios ofrece la cultura en la trayectoria de la historia. ESCUELA PÚBLICA Y ESCUELA CATÓLICA La educación es epicentro de todo. La educación abraza el pasado con el futuro, conjuga saberes con valores sociales y vertebra la trayectoria cultural de los humanos. La educación motiva trabajos e ilusiones, impone disciplina, orienta acciones y da sentido e identidad a las acciones de los pueblos. Y acerca del hecho religioso, va prevaleciendo su importancia en la escuela como paradigma de cultura universal; por lo que integrarlo en el sistema educativo parece lógico y de sentido común, por más que origine conflictos y sea compleja su regulación. Pero su ausencia lleva a que la historia, la filosofía, las artes, las humanidades, y hasta la evolución científica en la que estamos insertos, carezcan de una contextualización precisa, coherente y sabia. Prescindir de las bases religioso-culturales que sustentan la civilización supone un empobrecimiento radical. Desde esa perspectiva el hecho religioso constituye un núcleo imprescindible y justifica una asignatura que lo trate como ingrediente fecundo y esencial. Tan obligatoria y regular como puedan ser las matemáticas. No de forma transversal ni a través o mediante optativas. No a modo de púlpito apologético, de coto proselitista subrepticio o con fines catequéticos camuflados. Sino con programas y contenidos de carácter cultural. Garantizando un área de conocimientos, digamos nada levíticos, bajo la denominación de Sociedad, cultura y religión -así la llama la Ley de Calidad-, u otra similar; y desarrollados por un profesorado confesional o aconfesional. No obstante, hay que reconocer que, en los países democráticos, integrar los intereses y los derechos de todos, en una sociedad pluralista y secular, no resulta cosa fácil. Y es que, si parece poco serio prescindir del hecho religioso cultural, aun en el ámbito de una escuela aconfesional, también cabe sospechar que la escuela confesional tenga tentaciones de hacer del hecho religioso una instrucción religiosa monocolor por todos sufragada y de manera poco democrática. Además, aunque remitan las resistencias a que el hecho religioso aparezca como asignatura, y vaya desvinculándose del control de las iglesias, con frecuencia no está bien delimitado lo pertinente a los contenidos. Otro tanto sucede con su tratamiento, como elemento cultural para las generaciones incipientes. Acaso puedan intentarse enfoques distintos: uno desde el prisma axiológico y otro desde lo histórico y cultural. Pero de todas formas, será necesario calibrar el papel escolar del hecho religioso y garantizar los derechos de la razón secularista y los de la religiosa, y sin pretender hacer de la asignatura del hecho religioso una iniciación en la fe o adoctrinamiento. Al respecto, no faltan colectivos que cuestionan que los Estados financien la enseñanza religiosa o que la incluyan como obligatoria para todos los alumnos dentro del horario lectivo. Para tal fin tienen las iglesias centros de carácter propio. En ellos la coherencia entre vida y fe podrá exigirse en conformidad con su ideario y la adscripción voluntaria en función del criterio de los padres; por más que, en el quehacer de su misión, les incumba evitar cualquier falso sincretismo y mostrar respeto a las diversas confesiones. En contra se recurre al artículo XVIII de la Declaración de los Derechos Humanos, que garantiza el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, con derivaciones para educación religiosa. En esa línea se pronuncia el artículo 27,3 de la Constitución española. Los debates suscitados han provocado ensayos pintorescos, con pretensiones de sustituir la asignatura de Religión por la de Ética y Moral, por la Educación en valores, o por otras opciones vacuas, sin que satisfagan casi a nadie, y fustiguen que las iglesias esgriman conciertos y derechos adquiridos. Pero en las escuelas abiertas para todos, baste con que se ofrezcan los programas del hecho religioso, sin diferencia de credos ni exigencias de fe, como una disciplina dentro de la categoría del área de conocimientos. Baste con que los contenidos se traten y estructuren con solvencia ponderada. Baste a los profesores, para impartirla, ser idóneos, estar debidamente acreditados en esa área académica -pertenezcan a un credo concreto o a ninguno- y exponerla con el debido respeto. Baste con que se comparta y prevalezca la lógica en sus vertientes -la religión como cultura religiosa, y la ética civil como marco de principios para la convivencia y el trabajo-, de manera conjunta y conjugada por profesionales titulados al respecto, siendo su evaluación obligatoria y con unos efectos equiparables al resto de las asignaturas. Es por lo que suena a incoherencia el que la Ley de Calidad, que presenta como eje la revalorización del esfuerzo y la exigencia personal, discrimine a una materia académica fundamental en el proceso evaluativo, al no exigir que se refleje, a todos los efectos, en el correspondiente expediente académico. No obstante, en la escuela confesional, el tratamiento deberá ser otro. A nadie se le oculta que en los países en los que sigue teniendo la escuela católica una relevancia significativa, la opción religiosa atrae de manera importante a los padres de familia, a la hora de elegir la escuela para sus hijos. Sobre las implicaciones, tanto educativas como administrativas que ello conlleva, lo enunciamos en el Editorial de octubre-diciembre 1995 (195, XLI), pp. 716-743. Pero ahora, y de manera más pormenorizada, lo tratan y valoran los especialistas que escriben en el presente número de la Revista Religión y Cultura. Remitimos a nuestros lectores a las aportaciones y debates que presentan. Al respecto, no podemos silenciar, aunque sea a modo de inventario, un documento publicado el 28 de octubre de 2002 por la Congregación para la Educación Católica. Su título y destinatarios son tan específicos como elocuentes: Las personas consagradas y su misión en la escuela. Reflexiones y orientaciones. La exposición se hace a tenor de otros textos elaborados por la misma congregación romana sobre la identidad de La escuela católica; El laicado católico testigo de la fe en la Iglesia, Dimensión religiosa de la educación en la escuela, y más recientemente sobre La escuela católica en los umbrales del tercer milenio. Puede parecer una nueva explicitación de la declaración conciliar Gravissimum educationis; pero acaso, en su motivación, lata el hecho de que en los últimos treinta años se haya pasado, en términos generales y en los países occidentales, de una presencia de más del 50 % de personas consagradas dedicadas a la enseñanza a poco más del 8 %. Apuntemos, sin embargo, que a pesar de aumentar la indiferencia religiosa, la secularización y el pluralismo, un porcentaje mayoritario de la sociedad demanda la ERE para los hijos. No es el momento de abordar aquí y ahora si eso responde a convicciones profundas, a valoraciones religiosas ni de describir sus motivaciones. Pero dudamos que la clave, a la hora de iluminar las cuestiones relativas a la ERE, esté en dar con argumentos de baluarte y atrincheramiento frente a las posturas contrarias. No estamos seguros de que sea muy eficaz reclamar derechos constitucionales o lograr acuerdos entre los estados y las iglesias. Incluso nos despiertan muy poco entusiasmo los consensos y los pactos conseguidos por intereses políticos, ideológicos o a fuerza de esgrimir resoluciones e intervenciones jurídicas. Mientras la ERE se refugie en normas conyunturales, sus perspectivas serán pan para hoy y hambre para mañana. No es el derecho de las religiones ni el de las ciencias o el de las humanidades lo que reclama su presencia en el ámbito docente. Es el derecho a que se oferten lo que legitima que se impartan en la escuela y hasta en las universidades. No como cosa al arbitrio de los cambios políticos e ideológicos, sean del signo que fueren. No por condescendencia, sino por deber. En ningún proyecto educativo serio, coherente y humanizador es optativo el aprendizaje matemático, artístico o literario. Ninguno deja los saberes fundamentales al albur de los colectivos sociales ni a la apetencia de sus destinatarios. Otro tanto debiera ocurrir respecto a la cultura del fenómeno del hecho religioso –sea en la escuela pública, en la católica o en la de cualquier otra confesión. Las razones religiosas y los acuerdos entre estados e iglesias pueden ser muy respetados y hasta respetables. Pero es el hecho sociológico y cultural lo que justifica y exige que se oferte en todos los niveles de enseñanza; y corresponde plantearlo en el concierto de ilustración fundamental desde una perspectiva integradora, desde la función cultural y desde el servicio ético, cívico y moral que conlleva y entraña; así como ofrecerlo a toda persona y exigirlo, de manera ineludible, como bien social. La acción docente que dependa de diálogos y negociaciones; los conocimientos que no traspasen los umbrales de una estructura aconfesional y secularizada, o que no se valoren en función de un papel educativo y humanizado, difícilmente perdurarán en el ámbito escolar. Más aún, para que el diálogo fe-cultura sea eficaz e integrador en una sociedad plural, ha de propiciarse y mantenerse en todos los niveles: desde los primarios –que resultan decisivos para ulteriores desenvolvimientos y perspectivas de la persona- hasta los profesionales y universitarios. Pero reclamar los valores cívicos, éticos y morales en la enseñanza primaria, secundaria y de bachillerato, y no demandarlos con la intensidad debida en los estudios profesionales y universitarios delata incoherencia y desacierto. Patrocinar la cultura religiosa y teológica en los estudios básicos y luego soslayarla en los centros e instituciones de rango superior, resulta un despropósito tan secular como alicorto. Algo así como sembrar semillas y laborar plantas en un jardín para abandonarlas a su suerte tan pronto germinan y crecen. TEOLOGÍA Y UNIVERSIDAD Desde esas motivaciones y otras muchas, causa perplejidad que las Universidades Civiles carezcan de la Facultad de Teología; aunque las católicas la promocionen y mantengan por carácter propio y con sus finalidades específicas. Universidad, en breve etimología semántica, viene de universal y universalidad. Árbol grande es la Universidad. Árbol de raíces profundas, tronco fuerte y ramas que se expanden anchurosas hacia horizontes multívocos. A su sombra y con sus frutos se nutre la cultura de los pueblos. Y, ayer como hoy, tiene la noble tarea de educar para convivir y desenvolverse los humanos en el mundo; y no de cualquier forma, sino de manera razonable, humana, sapiencial. La Universidad emerge de la sociedad y a ella revierte. En su recinto interactúan las luces y las sombras de las ciencias y persiste la inquietud por la verdad en búsqueda a la intemperie, en convivencia dialógica, con respeto, en afán por todos los saberes. La Universidad es caja de resonancia de un pueblo; evocación de la cultura histórica que en él pervive; surco en el que se labora el pensamiento con dedicación intensa. Por la Universidad transitan los profesionales del saber y del acervo cultural, y propulsan la investigación de manera crítica y funcional. Dicen que el futuro de la refundación de Europa depende de las universidades. Pero se silencia que el declive de las mismas coincide con la exclusión de la teología de su seno. Y también es un hecho constatable, que no carecen de prestigio y reconocimiento las que cuentan en sus campos con la Facultad de Teología. Sorprende, sin embargo, que habiendo sido la Facultad de Teología la matriz generadora de todas las demás, se la desplace sin más considerandos. Es atípico, y difícil de entender, que los teólogos no reclamen con decidido énfasis los ámbitos donde los debates del pensamiento sobre el mundo, sobre el hombre y sobre Dios se plantean con mayor honestidad intelectual. Y asombra que se acepte con estoicismo provinciano su aislamiento; cuando su inserción, sin miedos ni petulancias, sin complejos ni falsas seguridades beneficiaría tanto a la teología como a la Universidad. TEOLOGÍA Y UNIVERSIDADES ESPAÑOLAS Al hilo de lo dicho, corresponde hacer una pregunta: ¿qué protagonismo tiene hoy la teología, por ejemplo, en las universidades de España? En las civiles, ninguno. Se trata de una oferta tan monopolizada como peculiarmente estructurada y socialmente marginada. Tomar conciencia de ese mal endémico y reconducirlo, a afectos del asunto que tratamos, quizá resultara fecundo para la Universidad y para la misma teología. Pocos países europeos tienen más vida religiosa que España. Sin embargo, en pocos países de Europa hay menos reflexión teológica laica que en España. Un fugaz paseo por la historia de la teología española desasosiega, produce perplejidad y desolación. Algo consuela la explosión humanista del Renacimiento y la obra renovadora de los Cardenales González de Mendoza y Jiménez de Cisneros. Pero desde los tiempos de Melchor Cano, Domingo Soto, Francisco de Vitoria, fray Luis de León, Suárez y Molina, en los que hubo un contexto universitario de altura en los estudios de teología, predomina un panorama plano y estepario. La crisis de la Reforma y el control de los que desbordan las sendas trilladas de la teología oficial, quiebran el esplendor y los frutos valiosos del siglo XVI anticipadores de Trento, y estrangula, durante los siglos XVII y XVIII, el diálogo de la teología con las corrientes humanistas, científicas o de pensamiento. Las políticas restrictivas de los Borbones, la invasión napoleónica y los gobiernos liberales en el siglo XIX conducen a que, si a principios de 1700 funcionan en España, América y Filipinas 42 facultades universitarias de teología, se pasa, en 1868, a tener ninguna. Mientras en el extranjero surgen centros teológicos como la Universidad de Lovaina, los Institutos Católicos en Francia y la Escuela Bíblica en Jerusalén, los obispos españoles desoyen, con indolencia clamorosa, las indicaciones del Papa León XIII de crear nuevas facultades teológicas. Bien lo lamenta Marcelino Menéndez Pelayo al escribir que el pensamiento teológico en la España del siglo XIX es un erial. Y un síntoma evidente es el que niños y mayores admitan sin sonrojo aquello de Soy ignorante. Doctores tiene la Santa Madre Iglesia que lo sabrán responder: se catequiza desde la fe del carbonero; se generaliza y cunde la idea de que los cristianos están para creer, no para pensar; el pueblo cree que la teología es algo reservado a los curas y sobre lo que los laicos carecen de todo oficio y beneficio. Cuando Pío XI, en 1931, regula los estudios teológicos con la Constitución Apostólica Deus Scientiarum Dominus, tan solo la Universidad de Comillas, creada en 1904, cumple las condiciones requeridas. Algo mejoran las perspectivas teológicas españolas a partir de 1940 con la refundación de las universidades de Salamanca, Valencia, Burgos, Barcelona y Granada; y, posteriormente, con la instauración de las de Vitoria, Deusto, Pamplona, Madrid, Murcia y Ávila. Hay que reconocer que las Universidades Católicas actuales han recuperado el espíritu escolástico de la Universidad y el concepto de llegar más allá, de abrir fronteras. Todas ellas tienen un proyecto educativo de calidad, una identidad diferenciada que proyectan en la sociedad. Todas cuentan con una serie de valores para actuar en y por una sociedad más justa y solidaria: los valores del Evangelio que -pese a que muchos pretendan olvidarlo- se encuentran en la base de la cultura occidental. Unos valores personales y sociales, tan fundamentales como saludables, en una sociedad cuarteada e injusta. Igualmente debe reseñarse que muchas diócesis, congregaciones e instituciones religiosas cuentan hoy con centros de Estudios Teológicos adscritos a Universidades Católicas, propiciando un aumento considerable de licenciados y doctores en las distintas ramas teológicas. Pero esa misma dispersión y minifundio teológico no son indicativos de un pensamiento teológico creador, serio, cohesivo y de auténtica impregnación. No porque falten personas preparadas para hacerlo; sino, así lo intuimos y estimamos, porque mientras no se institucionalice y se integre la teología en las universalidades civiles españolas los españoles seguirán viendo a la teología como un árbol infecundo e innecesario en el jardín de las ciencias; como un monopolio clerical y algo abstruso, distante de la vida y ajeno a los problemas reales. Bien lo delata el que los campos de las Universidades Civiles españolas sigan prescindiendo de una Facultad de Teología sin que nadie la demande, sin que nadie analice los motivos de dicha dejación ni se planteen tan siquiera las consecuencias que de ello se derivan. Choca que el Estado, en las reformas que efectúa de la Universidad, silencie la Facultad de Teología sin que nadie parezca sentir su ausencia, sin que la sociedad y nadie de la misma Universidad la reclame en modo alguno. Como si fuera posible rehabilitarla obviando su mirada universal, olvidando las raíces que la constituyeron o apagando y marginando la Luz que dio sentido, cohesión y verdadera eficacia a todos los saberes. FACULTAD DE TEOLOGÍA Y UNIVERSIDAD CIVIL No aludimos sólo a una Facultad donde se estudie, reflexione y enseñe teología, que también; sino donde la teología se interrelacione con las otras especialidades, donde conviva y evolucione próxima a los profesionales de la investigación, que inciden tanto en el futuro de la sociedad y donde pueda ser interpelada desde la pluralidad de otras cosmovisiones científicas. No por razones religiosas ni en virtud de concordatos entre Estados e iglesias; sino porque el hecho sociológico y cultural exige que la teología se oferte e integre en el concierto universitario. Si la Universidad es una comunidad de calidad cívica y de reflexión excelente que intercambia valores e intereses, en la que se establecen puentes entre lo cultural y lo social, donde se pone en evidencia la necesidad de una visión integrada de la realidad y se previene ante los peligros de enfoques parciales o fragmentados, extraña que se prescinda de la perspectiva axiológica de manera olímpica o declarada. Si concierne a la Universidad acentuar la búsqueda objetiva y desinteresada de la verdad, del saber y de la contemplación, como condiciones esenciales para una tarea profunda, creativa y verdaderamente transformadora de la realidad, no se acierta a calibrar por qué se rehúye la inquietud de la verdad, por qué se excluyen perspectivas y por qué se hurtan al diálogo la mayor pluralidad de vertientes posibles si ello enriquece a todos, y lo contrario acarrea empobrecimiento sin remedio. Frente a esas variables la presencia de una Facultad de Teología en el campo universitario tiene, cuando menos, una doble función en lo relativo a la actividad humana que se ocupa de la esfera cultural e intelectual: por un lado, la de inspirar y estimular dicha actividad, garantizando su rectitud ética o moral y dando sentido a la luz del patrimonio que pervive desde siempre en todos y en cada uno de los pueblos; y por otra parte, hay temas y problemas, tanto sociales como culturales, que para poderlos formular y resolver correctamente, aun respetando la autonomía y especialidad de las ciencias diferentes, necesitan que las dimensiones y perspectivas se iluminen con las aportaciones que ofrece la ciencia teológica, ampliando así la comprensión de la verdad. Incluso la misma ciencia teológica se actualiza y refrigera si se integra en la Universidad. En ella puede contrastar las nuevas maneras de abordar la realidad y salir beneficiada. Igual que la educación no debe confiarse a las redes de internet ni los teóricos sublimes pueden prescindir de la realidad ambiente, así necesita aproximarse la teología a dialogar con las ciencias para respirar y experimentar las tensiones que se dan entre creencias religiosas, cultura y contextos sociales, a fin de tejer redes de mediación, de síntesis y de conciliación. La teología conviene en la nueva manera de abordar culturalmente la realidad. En la cultura del texto dominaba lo lineal, racional y deductivo, lo admirativo de la totalidad y del progreso, lo explícito y unívoco; pero en la cultura de la técnica y de la imagen se transparenta una lógica distinta: la no lineal, afectiva, inductiva, fragmentaria, provisional, implícita y equívoca. Una dinámica donde la interdisciplinariedad, y especialmente en la investigación, presenta mayores desafíos y requiere más contribuciones. Prescindir ahí de la teología parece un lujo poco honesto, complejo trasnochado, progresía decimonónica. Porque la teología ayuda a evitar simplificaciones y cortocircuitos entre la teoría y la práctica concreta; porque acentúa y favorece la búsqueda objetiva y desinteresada de la verdad, del saber y de la contemplación como condiciones esenciales en la tarea profunda, creativa y transformadora de la realidad. No desazona menos que la teología aparezca y sea un monopolio de la jerarquía de la Iglesia católica, como si de un asunto de exclusividad levítica se tratara, como si al pueblo fiel o infiel tan sólo le correspondiera un obsequio de fe desinformada y ciega, de credulidad y sin criterio personal. Porque la teología, por muy laica que sea, tiene una vertiente específica y peculiar en su búsqueda y aproximaciones a la Verdad; porque ayuda a comprender la diferencia entre ciencia y mera técnica, entre sabiduría y competencia, y previene frente a todo inmediatismo y diletantismo arrogante e irresponsable. Porque, en definitiva, la teología trata de Dios; y Dios es patrimonio de todos y monopolio de nadie. No obstante, soñemos cosas grandes; y trabajemos, para lograrlas, a través de pasos pequeños y ordinarios. Y no se olvide que, cuando se fracasa, queda la oportunidad de volver a empezar, rectificando. HERMINIO DE LA RED VEGA, OSA |
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